Hoy os ofrezco un documento verdaderamente espeluznante: una mirada fugaz, pero no por ello menos horrible, a los oscuros recovecos de la mente de un luser. ¿El sujeto de estudio? Yo misma.
Si bien con la informática me defiendo más o menos bien, dentro de unos límites, con otras cosas no necesariamente tengo la misma gracia. Y, a la hora de organizar la logística casera, puedo ser tan borrica como el que se extraña de que el ratón USB no funcione tras haberlo encajado a martillazos en el conector PS/2.
Debido al ingente volumen de libros y documentación varia que he ido acumulando a lo largo de los años, decidí ir a un conocido centro comercial a comprarme una estantería para montarla en casa. Hasta ahí, bien: escogí un modelo no muy grande, lo metí en el carrito, lo pagué y a la calle.
Y entonces llegó el problema: no tengo coche, así que fui a coger un taxi con el mamotreto a cuestas. Pero me dice el taxista que la estantería, de 1,80 de alto, no cabe; que ni echar los asientos para abajo ni flowers. ¿Y qué hago yo? ¿Volver al centro comercial y pedir que me lo manden cómodamente a casita? ¡Nooooo! Pensar, por llamarlo de alguna manera: «Bueh, total, estoy a veinte minutos de casa y esto no pesa tanto; yo me planto ahí en dos patás«. Cojo mi mueblecito desmontado, con un peso de 25-30 kilos, y echo a andar avenida abajo. Y, oye, al principio iba bien: una va al gimnasio y tiene sus musculitos, así que estaba yo toda confiada en que llegaría a casa sólo un poco cansada y con la satisfacción del deber cumplido. Ahí, como una campeona.
ERROR.
No llevaba ni la mitad del camino cuando me empezaron a doler los brazos. Poco después, el dolor se extendió a la espalda. El ritmo de mi marcha se ralentizó bastante, porque cada medio minuto me tenía que parar. Llegó un momento en que apenas si podía levantar aquel peso, con lo que lo llevaba casi a la rastra. Y llegó la punzada en la zona del deltoides, cuando todavía me faltaba un buen trecho para llegar.
En ese momento terminó mi «momento luser», porque me di cuenta de que había hecho el gilipollas (un luser de verdad, como sabéis, jamás alcanza esta fase). Así que allí me veis, con dolores musculares generalizados, sacando el móvil del bolsillo y llamando a la caballería (la caballería, por cierto, actuó con prontitud, eficiencia y una dosis de cachondeo que va a durar hasta que me jubile, pero es lo menos que me he ganado).
¿Qué me ha enseñado esto, aparte de que no soy Mariusz Pudzianowski? Algo importantísimo a la hora de hacer de SAT oficioso: cómo funciona la mente de un luser; por qué alguien es capaz de perpetrar una enorme cagada pensando que lo está haciendo mejor que nadie. El exceso de confianza en las propias posibilidades, basándose en una o dos veces en que se ha hecho algo bien (en mi caso, el entrenamiento de pesas en el gimnasio), y la creencia -errónea- de que esos éxitos son extrapolables a cualquier situación. No es lo mismo saber escribir un trabajo de clase en el Word que cambiar una tarjeta gráfica, de la misma forma que no es igual hacer levantadillas de 30 kilos que cargar con esos mismos kilos a cuestas durante un trayecto de veinte minutos.
Al menos la historia acabó bien: la estantería ha quedado la mar de cuca en mi sala de estar, y yo sólo he escapado de esto con una contractura muscular king-size en la espalda y un par de hematomas en los brazos. Podría haber sido peor. En fin, voy a ponerme otra pasada de Algesal.
Uno que no tendría problemas transportando estanterías por la calle.
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